La pandemia de COVID-19 ha supuesto un punto de inflexión histórico que ha transformado drásticamente nuestras vidas. Prácticamente de la noche a la mañana, nos vimos obligados a adaptarnos a una nueva realidad signada por el distanciamiento social, el uso de barbijos y la constante desinfección.

Conceptos que dábamos por sentados, como la libertad de movimiento o el contacto social, se vieron de repente severamente limitados en pos de cuidar aquello realmente esencial, la salud.

Este virus microscópico pero altamente contagioso demostró lo frágiles que somos frente a amenazas invisibles.

¿El Covid-19 ha cambiado la percepción de la salud y el bienestar?

Obligó a los gobiernos a tomar medidas sin precedentes. Desnudó falencias de los sistemas de salud pública y la importancia de la cooperación global para investigar tratamientos y vacunas.

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En definitiva, la pandemia cambió para siempre nuestra percepción sobre la salud y el bienestar. Pero también puede concebirse como una oportunidad para desarrollar resiliencia y adoptar hábitos más saludables de cara al futuro.

A continuación, se analizan en detalle estos impactos y qué enseñanzas podemos extraer de esta crisis sanitaria sin parangón en la historia reciente.

Un enemigo invisible

El surgimiento de la COVID-19 puso de manifiesto crudamente la vulnerabilidad de la raza humana frente a amenazas microscópicas.

En cuestión de meses, este nuevo coronavirus, del cual poco o nada se sabía inicialmente, fue capaz de extenderse desde un remoto mercado en Wuhan, China, hasta el más recóndito rincón del planeta.

Millones de personas cayeron enfermas, los sistemas de salud colapsaron y las economías entraron en recesión. El mundo se paralizó ante un enemigo invisible. Un virus que nuestros ojos no pueden ver fue capaz, literalmente, de poner de rodillas al planeta entero.

Nuestra salud y nuestra forma de vida, dos pilares básicos de nuestra existencia que damos por sentados, se convirtieron repentinamente en algo muy frágil que debía ser protegido a toda costa.

El distanciamiento social, las mascarillas y la desinfección constante de manos y superficies pasaron a ser parte indivisible de la nueva normalidad.

Todo cambió y es que quedó al desnudo lo expuestos que estamos ante amenazas microbianas que pueden surgir en cualquier momento, en cualquier lugar, y diseminarse con una facilidad pasmosa aprovechando la hiperconectividad del mundo moderno.

La COVID-19 fue un recordatorio dramático de que, a pesar de todos nuestros avances tecnológicos, seguimos siendo vulnerables como especie a lo invisible, a lo microscópico. Y que nuestra salud colectiva depende, en gran medida, de enfrentar ese tipo de amenazas con unidad, determinación y solidaridad.

La importancia de los sistemas de salud

La pandemia de COVID-19 puso en evidencia la importancia crítica de que los países cuenten con sólidos sistemas de salud pública, tanto en infraestructura hospitalaria como en personal sanitario bien capacitado y en cantidad suficiente.

Esta crisis reveló falencias estructurales en los sistemas de salud de naciones ricas y pobres por igual.

Los países que habían debilitado la inversión en salud a lo largo de años se vieron rápidamente desbordados ante la avalancha de pacientes infectados que requerían hospitalización.

Imágenes de hospitales y morgues colapsadas en lugares como Italia, España, Nueva York o Guayaquil dieron la vuelta al mundo, evidenciando cómo el virus puede hacer colapsar rápidamente incluso a sistemas sanitarios avanzados si no están adecuadamente preparados y equipados.

Por el contrario, naciones que invirtieron en fortalecer la capacidad de atención, en equipos de protección personal, ventiladores mecánicos y unidades de cuidados intensivos, lograron mitigar mejor el embate de la pandemia y salvar más vidas.

Quedó en evidencia que no basta con desarrollar antivirales o vacunas. Estos deben complementarse con la capacidad hospitalaria para suministrarlos y dar una atención de calidad a la población. Sin este pilar fundamental, los tratamientos por sí solos no son suficientes.

La pandemia debe ser entonces una llamada de atención para que los gobiernos inviertan de forma decidida y sostenida en el fortalecimiento de los sistemas de salud pública, reconociéndolos como un bien social supremo sin el cual la población queda expuesta a gravísimos riesgos.

Un nuevo enfoque holístico sobre la salud

Esta pandemia nos obligó a detenernos y prestar más atención a nuestra salud de forma integral. Ya no basta con ir al médico cuando estamos enfermos. Debemos adoptar hábitos saludables de alimentación, ejercicio, descanso y bienestar mental para reforzar nuestras defensas.

Se ha visto también la necesidad de reducir los factores de riesgo ligados a enfermedades como la obesidad, la diabetes o las cardiopatías, que agravan el cuadro clínico de la COVID-19.

La búsqueda de la resiliencia

En definitiva, la pandemia representa una oportunidad para desarrollar nuevos hábitos y rutinas más saludables, que nos ayuden a sobrellevar mejor futuras crisis.

Ha sido también una llamada de atención sobre la importancia de cuidar nuestra salud mental, buscando actividades y relaciones sociales que nos aporten felicidad y sentido de propósito.

La resiliencia, es decir, la capacidad de adaptarnos y sobreponernos a la adversidad, se ha convertido en una habilidad esencial en estos tiempos de incertidumbre.

Y es que las crisis sacan a relucir lo mejor de nosotros mismos. Si algo ha demostrado la humanidad es que, con empatía, solidaridad y trabajo en equipo, podemos superar cualquier desafío. Juntos podemos construir un futuro más saludable.

La pandemia nos ha recordado que, al fin y al cabo, la salud lo es todo. Debemos cuidarla y protegerla como el tesoro más preciado.